martes, 10 de marzo de 2009

Maimona, Maimona, Maimona...

Tres veces he ido a la Maimona y en las tres ha pasado algo. Cierto es que en todas las ocasiones he ido de globero, término que todavía resuena por aquel maravilloso barranco, eco de la atronadora e indignada voz de mi amigo Rafa el 18 de agosto de 2007. Aquella era la tercera vez que acompañado del infatigable y siempre dispuesto Víctor asaltábamos el paraje, empujados por unas prometedoras palabras del 'primo Jose' quien, sentado en una terracita de un bar del pueblo, alentó a creernos cual quijotes intrépidos barranqueros, a que a la tercera llegaría la vencida y el asalto al recorrido completo, desde Fuente de la Reina a Montanejos, era perfectamente viable. Pero para llegar a una tercera vez antes hubo una primera y una segunda.

El primer encuentro, en gran medida casual, ya no recuerdo ni cuándo fue, probablemente un día del verano de 2001. Lo que sí sé es que Juanje y Víctor trincamos a Javi Pizona y a un Piqueras con chanclas y nos plantamos en Montanejos dispuestos a ver qué era eso de la Maimona y remontarlo hasta donde se pudiera y volver. Dentro de las escasas referencias, la de que a mitad del recorrido estaba La Campana, una roca gigante desde la cual había un salto al agua de unos diez metros. No hizo falta llegar a tanto para tener la primera baja: Piqueras se borró en la primera rampa, lógicamente, y no funcionó ni el "¡vamos, Rafa, tanto ejército y tanta mierda!" de Víctor como medida persuasiva.

Como no sabíamos lo que nos esperaba, todo nos pareció interesante: las exiguas corrientes de agua, los recovecos donde sólo había poco más de medio metro estancada, los escaladores, la presa que se interponía en el camino y que para ser sorteada tenía unos comodísimos escalones al subir y ladera resbaladiza para bajar... hasta que nos encontramos el primer obstáculo serio en forma de poza que no se podía atravesar de otra forma que no fuera a nado: la poza de las gafas de Víctor. Tocaba descalzarse e ir pasando con un brazo en alto todos los innecesarios bártulos que los tres llevábamos a cuestas: excedente de ropa, zapatillas, las mochilas de cada uno... y una cámara de fotos que sólo realizó dos disparos en todo el trayecto por el barranco. Una poza de apenas 20 metros pero que hubo que vadear varias veces, sobre todo el de la V, el más capacitado para nadar con un solo brazo. Tanto nadó Víctor por la poza que al final, en una brazada, uno de sus bíceps rozó la montura de sus gafas y éstas se hundieron en la parte más profunda, donde se unían las rocas de ambos lados.

En aquel momento, bajando el barranco, aparecieron dos parejas que se disponían a cruzar la poza. Víctor, aferrado a un saliente en una posta intermedia donde los porteadores estábamos efectuando relevos, optó por la discreción: "Juanje, ven un momento". Silencio hasta que llegué a su altura. "No grites ni digas nada en voz alta... Se me han caído las gafas al fondo". Pero ya tenía la solución. "Voy a sumergirme a ver si las encuentro". Al poco salió, con optimismo en el semblante: "Ya las he visto. Voy a bajar otra vez a ver si las puedo coger". Dicho y hecho. Instantes después, surgieron de las profundidades barranqueras unas gafas, una mano, un brazo y todo un Víctor sonriente por la hazaña. Javi, en un extremo de la poza, y las dos parejas, que algo suponían que pasaba, prorrumpieron en un sonoro aplauso. Aquí no había pasado nada.

Y como no había pasado nada, qué mejor que seguir adelante con la aventura. No recuerdo cuánta comida llevábamos, en un supermercado del pueblo habíamos hecho un pequeño aprovisionamiento, pero dimos buena cuenta de ella. Continuamos chapoteando en las pequeñas pozas que suceden a la primera, hasta que llegamos al pedrusco y la poza de la rabadilla de Javi: mientras Víctor exploraba la manera de superar una gran roca circular encajada en un salto de agua a los lados de la cual la corriente dificultaba el acceso, Javi resbaló ante mí. Al ver la cara del accidentado, a punto de ponerse a lanzar aullidos de dolor, y para ahuyentar los pensamientos que me asaltaron de que se podía avecinar hasta un rescate en helicóptero dado lo aparatoso de la caída, preferí gritar yo mismo como un desequilibrado, hasta que a Javi se le pasó el susto y el dolor remitió, y hasta sonrió. Después de esto y con Javi recuperado, Víctor decidió que había dejar aquel lugar cuanto antes y tirando de brazo una vez más nos aupó a lo alto del pedrusco. Por el camino se quedó una botella de 'sunny delight' que llevaba Javi, puesto que "como vamos a volver por aquí ya la recogeremos a la vuelta".


Al llegar a la poza de los cien metros lisos aún había alguno -como yo- que intentaba mantener las zapatillas secas, pero era cada vez más incómodo, las zonas de piedras se entremezclaban con las de pozas y pasada la playita cambié de táctica: que se mojaran y así se lavaban. Poza tras poza y tramo tras tramo proseguía el remonte del barranco y superadas las zonas de más agua tocó la parte donde el barranco se ensancha, la corriente discurre por los lados del barranco y se puede hacer camino a través de la vegetación, gozando como niños saltando de piedra en piedra pero sin necesidad -desafortunadamente, una vez ya adaptados al medio- de mojarse y chapotear.


Cuando el tramo de senderismo por el barranco se hizo ya un tanto largo, a Javi le dio por decir, como quien no quería la cosa, que recordaba haber visto hacía un rato una roca en la cual había dibujada una flecha que indicaba un sendero. Como no se tenía una alternativa mejor y se hacía muy cuesta arriba -aunque fuera hacia abajo- volver a atravesar todo lo atravesado, se dio marcha atrás, se buscó la flecha, que indicaba un sendero a la derecha según se desciende el barranco. Ese sendero, la senda de la Bojera, nos ascendió por la ladera vertiginosamente hasta una pista forestal; ese sendero era, sin saberlo, la manera más rápida de abandonar el barranco sin tener que desandar lo andado y descender el barranco hasta el final, en este caso hasta el principio de nuestra ruta. Ese sendero, de la misma manera vertiginosa, nos llevó a un punto a partir del cual serpenteamos por una cornisa a una considerable altura del lecho del barranco y posteriormente descendimos de una manera en la que uno casi se dejaba caer, hasta el pueblo de Montanejos, donde esperaba Piqueras, que había permanecido más de seis horas por allí "jugando al fútbol con niños (y con chanclas)" y tumbado a la orilla del río a la sombra de unos árboles. Cada uno...