miércoles, 24 de julio de 2013

Marines


"No me he sentido rodando a gusto en ningún momento", resumía Víctor al finalizar la etapa. Desde luego, la ruta vespertina a Marines no quedará en nuestra memoria como una de las más divertidas ni agradables. Y la habíamos preparado casi bien: Víctor no había tenido molestias en las rodillas tras la etapa de Cheste (“todo era cuestión de bajar el sillín”), ya tenía su maillot rojo, su mochila para guardar más agua, la chaqueta y algo de alimento, yo había sustituido el chaleco reflectante que no llegamos a utilizar en la anterior etapa de tarde por un maillot amarillo chillón "por si acaso se nos hacía de noche"... Pero descuidamos un detalle: el encargado del material -o sea, Víctor- no había revisado las bicis. Llegamos ya con ligero retraso al control de firmas y nos aguardaba un pinchazo de la rueda delantera de Víctor resultado de los tortuosos caminos de la ruta de la semana anterior a Cheste. Entre desmontar la rueda, llevarla a la tienda del 'otro' Víctor Martínez, implorarle que nos la arreglara para ya, recibir la explicación de que habría sido por un "pellizco" en la cámara y regresar para volver a montarla se nos fue media hora larga, con lo cual arrancamos con más de una hora de retraso sobre el horario previsto. Y lo que tarde empieza, tarde acaba. Pero arrancamos.

El siguiente obstáculo fue encontrarnos la carretera de San Antonio de Benagéber a Bétera en obras y el camino que teníamos que coger obstruido y embarrado. Superada la dificultad, avanzamos entre urbanizaciones y vertederos con pinos, en otros tiempos montes, pero que aún nos ofrecían conejos y ardillas que salían a nuestro encuentro. Parada obligatoria: llamada a Víctor de una clienta inoportuna que mientras ve el Sálvame se ha inspirado en su nuevo objeto de deseo para lucirlo durante el verano. Nuevo 'handicap': bifurcación en un tramo en descenso en el que elegimos la opción equivocada y frenamos al darnos cuenta de que nos aproximábamos demasiado a Bétera. Afortunadamente, descubrí que el GPS en el móvil es una gran idea y pudimos redirigirnos. Avanzábamos ya sobre la ruta buena en dirección a Marines entre campos de cultivo con una pendiente apenas perceptible y la sierra Calderona como telón de fondo en el horizonte. Antes de alcanzar el pequeño y joven pueblo, al encontrarnos con el Barranc del Carraixet -"si nos perdemos sabemos que siguiendo el barranco llegaremos a Alboraya"- nos metimos por un intransitable camino que nos obligó a descabalgar. La ruta ya empezaba a hacerse demasiado incómoda.

Marines también nos aguardaba con 'lo suyo'. Tuvimos que recorrer el pueblo entero hasta encontrar un bar, cafetería o similar abiertos. Mientras nos brindábamos unas bravas, un bando por megafonía nos invitaba a un concierto sinfónico nocturno. 'Lamentablemente' no nos podríamos quedar. Eran las ocho y ya teníamos claro que íbamos a llegar a La Canyada de noche, pero no sabíamos si muy de noche o sólo un poco. Además, comenzaba a hacer más frío que calor. Víctor, previsor, sí había cogido la xotochaqueta; yo, en cambio, miraba mientras rodábamos en las cunetas por si hubiera algún periódico o folleto de supermercado que meterme bajo el maillot para protegerme del aire. Y todavía nos quedaba la ascensión al vértice geodésico del Tos Pelat, ascensión que, para no variar, también decepcionó, ya que el camino era pedregoso hasta que la última pendiente lo hacía impracticable y la posterior bajada no ofrecía las mínimas condiciones para ser disfrutada.

Seguíamos discurriendo entre urbanizaciones, algunas de ellas prácticamente deshabitadas, y la ausencia de luz era casi total. Quizá por ello nos volvimos a desviar de la ruta al ignorar un desvío, situación que logramos remediar, más por instinto de supervivencia y azar que por el GPS, dando un rodeo. Otra vez en el camino correcto, otra vez en la carretera de Bétera, en obras y completamente de noche. Nos faltaba cruzar el puente de la pista de Ademuz con sus dos rotondas y atravesar Colinas de San Antonio y La Canyada. Superada la primera prueba, llegamos a un cruce delicado y, para hacer algo por nuestra seguridad después de la irresponsabilidad de rodar de noche, viré a la derecha con la idea de girar en redondo más adelante, me metí en un carril bici... y me fui al suelo. Oscuro como estaba, no aprecié que el carril quedaba un palmo por encima de la carretera, fruto de un remiendo chapucero que no se eliminó cuando fue creado, y la rueda de atrás resbaló lateralmente. Volé por encima de la bici, caí con manos y rodillas y rodé, choqué con el costado izquierdo en el cemento y seguí rodando, hasta dar dos vueltas sobre mí mismo y quedar sentado mientras Víctor contemplaba en primera fila el mortal hacia delante con doble tirabuzón. Él y la chica del Polo aparcado enfrente de lo que fue Arabesco, que consultaba el móvil pero seguro que presenció la caída y ni se inmutó. No había pasado nada, no me había golpeado la cabeza y sólo tenía dolorido el hombro y magulladas las rodillas. Era la guinda a una jornada marcada por el infortunio.

Después del batacazo, el que estaba ya sin fuerzas era Víctor, mientras yo hacía ejercicios de hombro para asegurarme de que todo estaba en orden. Pasadas las nueve y media llegamos a la meta, conscientes de que no había pasado nada para lo que podía haber pasado, pero que no era suficiente motivo para aparcar las bicis una temporada. Ni mucho menos.

Cheste I


Hubo que esperar tres semanas para una nueva ruta por distintos motivos. Por un lado, los problemas físicos de Víctor, mitigados con bolsas de hielo y paquetes de palitos de cangrejo en las rodillas; por otro, mis problemas de agenda. El destino era Cheste, una etapa sin duda especial para mí porque en la última década no había vuelto a un lugar en el que pasé los fines de semana y vacaciones durante más de 15 años. Esta vez no nos esperaba ninguna ascensión espectacular pero sí una etapa sin respiro, con pocos tramos llanos y plagada de toboganes.

Rodeamos el Carasoles en esta ocasión por el este, lo que nos permitió observar con pesar el parcial destrozo urbanístico en su ladera de unos chalés inacabados y abandonados. No fueron los únicos signos de agresión al territorio en la jornada: vertederos incontrolados o abandonados con residuos rebosantes, varias canteras a cielo abierto en funcionamiento o clausuradas o caminos asfaltados que llevan a ninguna parte ensombrecían un entorno forestal que, pese a todo, ofrecía ese olor a monte tan característico, en especial en tramos donde había que hacer verdaderos equilibrios para mantener la verticalidad encima de la bici. En una curva ascendente Víctor estuvo más que a punto de derrapar e irse al suelo, y poco después afrontamos una bajada pronunciada, técnica y afortunadamente exitosa con los 'ánimos' de los perros de un chalé cercano.

Alcanzamos la carretera Cheste-Loriguilla y no tardó en erigirse ante nosotros, a la altura del kilómetro 2, la silueta de Cheste recortada sobre el fondo de la Sierra de Chiva. Una suave ascensión nos llevó al núcleo urbano. Tras el almuerzo, que esta vez no fue nada del otro mundo, recorrimos el pueblo en busca de las fuentes que recordaba de otros tiempos. La del Ayuntamiento la creímos seca y no supimos ponerla en funcionamiento y la del plátano, frente a la estación, había sido suprimida como el paso a nivel. Consideramos suficiente la media botella de uno y los tres cuartos de otro de agua tibia tirando a caliente y emprendimos el regreso, no sin antes echar un vistazo, diez años después, desde la circunvalación, a la que fue mi caseta familiar.

Tampoco quería acercarme más, muchas cosas, demasiadas, habían cambiado, así que nos lanzamos en descenso, ya que la carretera lo permitía, hasta los dos kilómetros largos de toboganes del camino de Cheste a Riba-roja. Subiendo sus rampas nos dimos cuenta de dos cosas: que en mayo ya podíamos prescindir de las chaquetas cortavientos y que íbamos a lamentar no haber buscado con más ahínco una fuente en el pueblo porque la de nuestros bidones ya era agua termal. El calor comenzaba a ser sofocante, aunque con los saltos en los badenes mientras descendíamos hacia los taludes de tierra de la cantera del Bufas se nos olvidó momentáneamente.


Un tramo de subida intrincado e incómodo dio paso a otro en descenso hasta el montón de basura sepultado del antiguo vertedero de Basseta Blanca que para mi agradable sorpresa estaba recién asfaltado. El calor apretaba y todo lo que permitiera aligerar el paso era bienvenido. Por fin, llegamos al río y paramos junto al último puente, que estaba despejado, para remojarnos. La siguiente etapa había que plantearla ya con ropa de verano y más agua. Tomamos nota. Pese a todo, fue un etapón. Y además, Víctor tuvo la brillante idea de proponer que mi bici se quedara en su trastero para no tener que cargar con ella antes y después de cada jornada. Muy agradecido.

lunes, 15 de julio de 2013

La Pobla de Vallbona



La etapa más larga. Empezó por la mañana y terminó casi de noche. Tardamos más de una semana en completar el recorrido. La cadena de la bici de Víctor volvió a ser protagonista, pero esta vez cuando apenas habíamos rodado 10 kilómetros. Emprendimos el habitual recorrido hasta Riba-roja, trepamos por la durísima rampa que lleva desde el río a las primeras calles del pueblo y atravesamos el Beverly Hills riba-rojero, un lugar por el que no pasearía solo y desarmado, hasta llegar a la rotonda que da acceso a la subida a las antenas, 300 metros bastante exigentes.

Y vaya si lo fueron. A mitad de ascensión, mientras subía con desarrollo 1x1 y avanzando en horizontal, Víctor profirió un grito aterrador a mi espalda, motivo más que suficiente para detenerme. La cadena se había vuelto a tronchar, esta vez en pleno esfuerzo, en plena tensión. Tras maldecir a la cadena, al cambio, a la bici y a Emery, comprendimos que, después de todo, habíamos tenido suerte. Riba-roja estaba a nuestros pies, y todo era cuestión de buscar un taller. Terminamos caminando la ascensión, nos juramos que volveríamos y emprendimos el descenso, que afortunadamente concluía justo tras pasar la zona cero calé, por lo que Víctor pudo haberlo a bordo de la BTwin como si nada hubiera pasado.

En Bicicletas Folgado nos pidieron una hora para llevar a cabo la reparación, así que lo vimos claro: no nos quedaba otra que irnos a almorzar al Bar '¿Quieresquesoenelbocata?' Conchín. No por haber realizado un esfuerzo menor el almuerzo había de ser menor, pues la tensión acumulada también nos había desgastado. Tras el ágape, en el taller nos explicaron lo ocurrido: a la cadena le faltaban varios eslabones e iba tensa a más no poder, por lo que les habían añadido unos cuantos. El cambio también funcionaba sin problemas, pero en el caballete; puestos en camino volvió Mr. Tambourine Man, volvió el soniquete de pandereta y las dificultades para modificar el desarrollo. Eso sí, la cadena funcionó perfectamente. Dada la hora, no nos quedaba más tiempo que hacer una vuelta de reconocimiento por los campos de Benaguasil antes regresar a La Canyada y buscar nueva fecha para la etapa.

A la segunda se nos dio mejor el apartado técnico. Víctor pudo completar la ascensión a las antenas del tirón, no así yo, que hice una breve pausa. En la cima, coincidimos en la sensación de que "nos ardía el pecho" después de la asfixiante subida. Regresamos al río para dirigirnos a Benaguasil y de allí a la Pobla de Vallbona por un nuevo pero amorfo carril bici que el viento ayudaba a hacer más incómodo. Bombas, donuts y cola-caos hicieron las veces de los bocatas del almuerzo. Tras el breve pero suficiente avituallamiento, volvimos a Benaguasil, esta vez en un agradable trayecto por el Camí del Real entre huertas y naranjos con la intención de acercarnos a 'ver' cómo era la subida al Santuari de la Verge de Montiel, de poco más de un kilómetro. Ya allí, empezamos, empezamos y a un ritmo pausado y casi de la mano la completamos. Ya no daba el sol en esa cara de la montaña y disfrutamos de la ascensión, la estancia arriba con las vistas de parte del Camp de Túria y la bajada con sus cuatro curvas de herradura.


Nos quedaba una larga bajada nuevamente hasta el Túria por caminos a ratos asfaltados, a ratos pedregosos. La tarde se agotaba y conforme nos acercábamos al agua íbamos degustando el aperitivo de la cena en forma de nubes de mosquitos que no siempre lográbamos esquivar a nuestro paso. Además, empezábamos a notarnos cargados y nos quedaban más de 10 kilómetros y la subida a La Canyada. Esta vez, el esfuerzo acabó pasando factura: regresó Languivic con su cojera y sus rodillas tocadas, que sólo las manos del fisio podían poner a punto para la siguiente salida.

Loriguilla



La segunda etapa no tuvo ciertamente demasiada historia. Una ruta corta, poco exigente y nuevamente por les Rodanes, en esta ocasión para conocer el camino entre la Rodana Gran y la del Pic, por la Bassa Barreta, y visita a Loriguilla. No vino mal, pese a que presenté la etapa con cuatro subidas que no se hicieron duras salvo la última, pues afrontamos la jornada, sobre todo Víctor, con poco descanso y faltos de sueño. Pero con la cadena arreglada…

La primera dificultad, la senda hacia la Bassa Barreta, la tomamos con calma y no tardamos en llegar al área recreativa con buen ánimo: sabíamos que después de un breve descenso y una dura subida, territorio ya conocido, nos esperaba la larga bajada hacia Porxinos con sus saltarines badenes. La ruta nos trasladó por el inexplicable "vial ambiental" que de Riba-roja lleva a ninguna parte y, tras otra breve ascensión, llegamos sin demora a Loriguilla a través de campos cultivados y otros olvidados por caminos en descenso poco transitados, hasta alcanzar un conjunto residencial a medio hacer donde nos compraremos la casa de dos plantas para vivir las dos familias, una arriba y otra abajo a falta del sorteo.

En el centro del minúsculo y encalado pueblo disfrutamos del almuerzo-robo. 3 euros cada uno en el Bar La Pinada-Robe usted aquí, pero a cambio una fuente cercana surtía agua no potable. Para evitar sorpresas, no pedimos agua en el bar y emprendimos el regreso con otra ascensión por un camino intrincado y pedregoso. Con el síndrome pos-almuerzo, la cuesta se hizo pesada y agotó las fuerzas para el resto de la etapa, pues la bajada hasta el pie del Carasoles se agradeció pero no fue suficiente para reactivarnos.


Rodeamos la montaña por su cara oeste, esquivando las muestras fisiológicas de ganado ovino. Víctor poco más podía ofrecer ya. Una vez superada la rampa, dejamos caer la bici mientras la vista se nos iba al espectacular agujero a cielo abierto de la cantera aledaña. Agradecimos que el descenso continuara hasta la carretera de Manises a Riba-roja. Sólo nos quedaba superar el puente del metro fantasma, bajar al río y encarar la subida a La Canyada, siempre incómoda, siempre inoportuna, pero siempre superada.