sábado, 9 de febrero de 2013

Les Rodanes I


El primer reto era ambicioso. Ambicioso para Víctor y para mí, ya que las únicas rampas contra las que nos habíamos enfrentado eran las de los puentes del río y la subida a La Canyada, y ahora estudiábamos la posibilidad de elevarnos hasta los 345 metros de la cima de la Rodana Gran, con más de 100 metros de desnivel en apenas un kilómetro. Abandonaríamos el Túria al pasar Riba-roja y el primer objetivo era no perderse. Para ello, la media octavilla adherida con cinta de carrocero a mi manillar haría las veces de GPS.

Así las cosas, cada rampita era una prueba para nuestras piernas y en cada cruce era una suerte no extraviarnos. Nos adentramos en el Parc Natural de les Rodanes de Vilamarxant entre chalés y pinadas y, sin equivocar el paso pero ya castigados, nos detuvimos en una bifurcación. Hacia la derecha, el camino llevaba a la Urbanización Monte Horquera y el almuerzo; a la izquierda, la pista ascendía hasta el pie de la Rodana Gran. Preferimos asegurar y merecer el conocido almuerzo del Askuas, así que apretando los dientes llegamos a la explanada que da acceso a la última ascensión. “¿Subimos?” No sabíamos si el camino estaría en condiciones para atacarlo con nuestras monturas porque las referencias eran una pendiente muy pronunciada, piedras sueltas, regueros y socavones. Mientras me lo pensaba, Víctor sorteó la cadena que limita el acceso a vehículos de cuatro ruedas y empezó a recorrer la pista que, entre pinos y precipicios, lleva a la cumbre.

Un par de curvas después, mientras el fugado hacía equilibrios para no caerse, tuve que poner pie a tierra, ya me faltaba el aire. Como Víctor no cejaba en su empeño, después de meditarlo unos instantes me puse a caminar y a empujar la bici tras él, hasta llegar a un tramo más benévolo, que tampoco duró mucho, así que volví a apearme y a caminar. En estas, me adelantaron dos cuarentones arremangados y dándole al molinillo, con apariencia de conocer perfectamente lo que tenían delante. Monté de nuevo y, tras un giro a la derecha, se me presentó la imagen de la jornada: al fondo, Víctor, con la xotochaqueta blanca, retorciéndose sobre la bici; tras él, espaciados a lo largo de la rampa, los dos ciclistas que me precedían, y yo haciendo lo que podía, los cuatro enfilados, haciendo eses por el esfuerzo, el calor de los albores de la primavera, buscando el aire con la mandíbula desencajada y deseando llegar a esas antenas que se acercaban pero nunca lo suficiente. Quedaban dos curvas, pero la pareja invitada sólo necesitó una para superar a Víctor.

Tras el último giro, a poco más de 100 metros de coronar, Víctor estaba casi a mi alcance. Pero quedaba lo más duro, donde el camino se empina y empina y los badenes para evacuar el agua parecen muros insalvables y complican todavía más a los ya exhaustos valientes. Fue sólo entonces cuando el bravo xoto se rindió y recorrió los últimos pasos a pie, igual que yo, sin aire, tirando la bici junto al vértice geodésico y buscando asiento, sombra y agua. Costó recuperar el aliento y poder disfrutar de las vistas. "Nosotros ya hemos subido varias veces, es cuestión de meter la reductora y subir como se pueda, y eso que el camino está mucho mejor que antes", nos dijeron los compañeros, bastante más frescos que nosotros, y emprendieron el descenso, no sin recomendarnos que bajáramos con cautela "para no acabar en el barranco, como a alguno le ha pasado". Si a esto le sumábamos que los frenos de Víctor no estaban en su mejor momento, optamos por la prudencia y hasta bajamos el sillín y con él el centro de gravedad para poder echar pie a tierra con mayor facilidad.

Sin incidencias llegamos a la explanada y rodeamos les Rodanes por la ancha pista principal, primero en descenso hasta el área recreativa, luego con un duro repecho y finalmente otra larga bajada en la que nos permitimos alguna licencia más, hasta que unos badenes nos hicieron botar sobre la bici y reducir la velocidad. Habíamos llegado al pie de les Rodanes, al valle de Porxinos y, después de las emociones, el hambre empezaba a apretar, y al borde del camino había muchos campos de naranjos, con el fruto en su punto, en el árbol o en el suelo. Un tentempié a la sombra absolutamente reparador.

El libro de ruta marcaba el regreso al río por el mismo camino de la ida, pero en el frenesí del descenso nos desviamos antes de tiempo. Consecuencia: entramos a Riba-roja por la parte nueva y no dábamos con la manera de cruzar el barranco que la separa del casco antiguo. Sabíamos adónde queríamos ir, pero no sabíamos cómo. En ese momento Gloria telefoneó a Víctor: “Estamos perdidos”, nos delató. Pero no era cierto: “No saber dónde está el camino no es lo mismo que estar perdido", me defendí. Sabía adónde quería llegar; lo que no sabía era cómo. Cuando por fin logramos dar con terreno conocido y llegar al Askuas había pasado sobradamente la hora de almorzar, así que la terraza quedaba entera a nuestra disposición.

De regreso, a unos 5 kilómetros, en la senda del río, se reprodujo la vieja leyenda del enfrentamiento entre Víctor y las cadenas. Un eslabón se soltó, eran las 13:30, a pleno sol, en mitad del camino entre Riba-roja y La Canyada, y había que dar gracias porque no había ocurrido en la Rodana. Con paciencia se recolocó el eslabón, pero sólo aguantó un kilómetro. Como 'premio' al esfuerzo realizado, Víctor tuvo que recorrer la distancia, más de la mitad en pendiente ascendente, a pie y empujando su máquina. Los imponderables.


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