Hubo que esperar tres semanas para una nueva ruta por
distintos motivos. Por un lado, los problemas físicos de Víctor, mitigados con
bolsas de hielo y paquetes de palitos de cangrejo en las rodillas; por otro,
mis problemas de agenda. El destino era Cheste, una etapa sin duda especial
para mí porque en la última década no había vuelto a un lugar en el que pasé
los fines de semana y vacaciones durante más de 15 años. Esta vez no nos
esperaba ninguna ascensión espectacular pero sí una etapa sin respiro, con pocos
tramos llanos y plagada de toboganes.
Rodeamos el Carasoles en esta ocasión por el este, lo que
nos permitió observar con pesar el parcial destrozo urbanístico en su ladera de
unos chalés inacabados y abandonados. No fueron los únicos signos de agresión
al territorio en la jornada: vertederos incontrolados o abandonados con
residuos rebosantes, varias canteras a cielo abierto en funcionamiento o
clausuradas o caminos asfaltados que llevan a ninguna parte ensombrecían un
entorno forestal que, pese a todo, ofrecía ese olor a monte tan característico,
en especial en tramos donde había que hacer verdaderos equilibrios para
mantener la verticalidad encima de la bici. En una curva ascendente Víctor
estuvo más que a punto de derrapar e irse al suelo, y poco después afrontamos
una bajada pronunciada, técnica y afortunadamente exitosa con los 'ánimos' de
los perros de un chalé cercano.
Alcanzamos la carretera Cheste-Loriguilla y no tardó en
erigirse ante nosotros, a la altura del kilómetro 2, la silueta de Cheste
recortada sobre el fondo de la
Sierra de Chiva. Una suave ascensión nos llevó al núcleo
urbano. Tras el almuerzo, que esta vez no fue nada del otro mundo, recorrimos
el pueblo en busca de las fuentes que recordaba de otros tiempos. La del
Ayuntamiento la creímos seca y no supimos ponerla en funcionamiento y la del
plátano, frente a la estación, había sido suprimida como el paso a nivel.
Consideramos suficiente la media botella de uno y los tres cuartos de otro de
agua tibia tirando a caliente y emprendimos el regreso, no sin antes echar un
vistazo, diez años después, desde la circunvalación, a la que fue mi caseta
familiar.
Tampoco quería acercarme más, muchas cosas, demasiadas,
habían cambiado, así que nos lanzamos en descenso, ya que la carretera lo permitía,
hasta los dos kilómetros largos de toboganes del camino de Cheste a Riba-roja.
Subiendo sus rampas nos dimos cuenta de dos cosas: que en mayo ya podíamos
prescindir de las chaquetas cortavientos y que íbamos a lamentar no haber
buscado con más ahínco una fuente en el pueblo porque la de nuestros bidones ya
era agua termal. El calor comenzaba a ser sofocante, aunque con los saltos en
los badenes mientras descendíamos hacia los taludes de tierra de la cantera del
Bufas se nos olvidó momentáneamente.
Un tramo de subida intrincado e incómodo dio paso a otro en
descenso hasta el montón de basura sepultado del antiguo vertedero de Basseta
Blanca que para mi agradable sorpresa estaba recién asfaltado. El calor
apretaba y todo lo que permitiera aligerar el paso era bienvenido. Por fin,
llegamos al río y paramos junto al último puente, que estaba despejado, para
remojarnos. La siguiente etapa había que plantearla ya con ropa de verano y más
agua. Tomamos nota. Pese a todo, fue un etapón. Y además, Víctor tuvo la
brillante idea de proponer que mi bici se quedara en su trastero para no tener
que cargar con ella antes y después de cada jornada. Muy agradecido.
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