La organización de la etapa de Cullera era diferente,
novedosa, inédita. Dada la lejanía del destino, la ruta partía desde El Palmar,
en el corazón del Parc Natural de l'Albufera, así que era necesaria la primera
neutralización en la
Peugeot Expert Tepee. Había que madrugar para cargar las tres
bicis, efectuar el traslado, descargar y echar a rodar antes de las 09:00, por
lo que el control de firmas se fijó en las 07:45 de la madrugada.
Nos esperaban 60 kilómetros , absolutamente llanos a excepción
de los tres kilómetros de subida y otros tantos de bajada del radar
meteorológico o bola del mundo. La información del trazado estaba especificada
en el libro de ruta, colgado en la nueva página de facebook, así que nadie
debía tener dudas sobre lo que nos esperaba. Javi había registrado una petición
para efectuar "una parada técnica en la oficina de Yoli para un besito
rápido y continuar la marcha", propuesta que fue estimada "por
romántica y porque nos pilla de paso".
Recorrer los alrededores de la Albufera en bicicleta es
algo altamente recomendable. La vista se expande casi hasta el infinito entre
el verde de los arrozales, las aves acuáticas acompañan el paseo con su vuelo
discontinuo y sus chapoteos, los canales acompañan o cruzan el camino... Si
además el día acompañaba, el sol todavía ganduleaba entre las nubes y el viento
se mantenía en calma, el escenario era idílico. La presencia humana se atisbaba
en las labores de algunos agricultores con sus maquinarias especiales para
desplazarse por los campos encharcados. Por poner un pero, quizá esperábamos
algún coche o camión menos por sus caminos asfaltados.
De ahí nuestra distensión en el pedaleo y nuestras gansadas
encima de la bicicleta, combinadas con un rodar rápido y constante aprovechando
la diafanidad del recorrido. Sorteamos desde lejos los núcleos urbanos de
Sollana y Sueca y llegamos al de Cullera, el cual teníamos que atravesar en su
totalidad para encarar la ascensión, de tres kilómetros desde el nivel del mar
hasta los 230 metros
de altitud. Como siempre, "a partir de aquí, sálvese el que pueda".
En la primera rampa, Víctor casi revienta el cambio de la bici; Javi, conocedor
del tramo inicial, se marchó con decisión; por mi parte, conocedor de mis
características, intenté no forzar demasiado para tener una subida tranquila.
Javi, con su no tercer plato, cayó como fruta madura. Víctor
ya marchaba en cabeza en el desvío a la derecha, cuando las edificaciones
acaban y queda un paisaje de aceras a medio hacer, calles que no llevan a
ningún sitio y bloques de hormigón desperdigados por la destrozada ladera,
junto a las carteles en los que se destaca la prohibición de edificar (más). Yo
me acercaba poco a poco a Javi, pero tardé en sobrepasarlo, y cuando lo hice
iba muy al límite. Afortunadamente, Víctor acababa de tomar una curva de
herradura y le escuché decir desde las alturas: "¡esto ya no es tan
duro!". Así era, tras los dos primeros kilómetros llegaba una zona más
benigna y a continuación un pequeño descanso y hasta una ligera bajada.
Víctor mantenía la 'distancia de seguridad', Javi también lo
estaba pasando mal. Otra rampa respetable pero breve daba paso a la traca
final: 200 metros
de pronunciado descenso y poco más de 100 con una rampa del 21% hasta el radar
y los repetidores. Víctor lo consiguió, pero a costa de emitir tras su llegada
unos resoplidos de león marino que cualquier diría que procedían de la playa.
"Me he dejado los cojones", afirmó. Yo no tuve ni tanta suerte ni
tanto arrojo; podría decir que un señor que paseaba a su perro suelto me
impidió coger la velocidad suficiente en la bajada, pero la realidad es que no
pude con la pared. Y Javi, con ‘su’ bici, tampoco estaba capacitado para
ofrecer más.
Al norte, los arrozales que acabábamos de recorrer; al
noroeste, la población de Sueca; al suroeste, Favara con la Serra de la Murta al fondo; al este, el
mar, el inmenso Mediterráneo, la playa, la costa y la depredación urbanística.
El cielo no estaba totalmente despejado, pero kilómetros y kilómetros de
montaña, llanura y mar se extendían ante nuestros ojos. La subida tenía un
doble valor: el camino en sí, el esfuerzo de hacerla en bici, el trazado que
aunque mucho más breve bien podía asemejarse a cualquier llegada en alto de una
competición ciclista, y las vistas una vez alcanzada la cima. Inolvidable.
Pero además de alimentar la vista y los sentidos, había que
alimentar el estómago. Eso sí, lo prometido era deuda, y había que cumplir el
pacto entre tocapelotas. La bajada fue emocionante, pues la carretera es ancha
y despejada pero cuenta con una protección sobre el terraplén de apenas un
palmo, y Víctor le añadió un plus al cruzarse en el camino de Javi, sin
consecuencias. Pasamos por la oficina de Yoli, quien compareció toda mona ante
los tres sudorosos y poco presentables ciclistas: "¡Pero estáis locos!
¿Habéis sido capaces de subir ahí? ¡Madre mía!", dijo sin perder la
sonrisa. En esas estábamos cuando ante nuestros ojos apareció uno de los
grandes artífices de estas rutas: el coche de google maps. Si supiera la gran
ayuda que ha supuesto en la creación y diseño de los trazados...
En El Llauraor parecía que había pasado el pelotón y había
arrasado con los víveres. Debimos de ser los últimos en almorzar ese día allí,
pero disfrutamos de un generoso ágape, ensalada incluida. El camino de vuelta
fue un poco menos maravilloso: el sol estaba en lo más alto, llevábamos el
buche lleno y los kilómetros se hacían notar. Además, no teníamos como a la ida
la referencia de la montaña de Cullera y parecía que pedaleábamos sin avanzar
en la pradera de arroz.
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