"Nos pasamos". Esa célebre frase repetida en
decenas de almuerzos de biblioteca que se prolongaban más allá de lo
responsable sirvió para definir lo que acabábamos de hacer en la subida al
Monte Picayo. Unas rampas durísimas, un calor infernal, unas bicis poco
preparadas y unas piernas y unos cuerpos menos preparados aún. Y un invitado a
la etapa al que exprimimos: Johan.
No debió de llevarse el amigo de Javi un buen recuerdo de la Peña Ciclotocapelotista ,
aunque con ese nombre no podía esperar otra cosa. Residente en Rafelbunyol y
acostumbrado a etapas de 'biker' en solitario ("se va a la montaña, sube y
baja a saco, con ostias al canto, claro", según Javi), no fue advertido de
que el trazado discurría a tan sólo 2 kilómetros de su
casa, lo que le podría haber ahorrado 40 de coche y otros tantos en bicicleta.
Además, al día siguiente se iba a Madrid por motivos laborales y, según se
supo, se acordó bastante de nosotros en la meseta.
Elegí el Picayo para esta etapa vespertina porque entendía
que el calor sería menor a las siete de la tarde que a las once de la mañana,
pero salió un día "jodidamente caluroso". El sobrecogedor vídeo que
adjunté al libro de ruta llevó a Víctor a presentarse con cubiertas nuevas ya
que, según su homónimo del taller, las que llevaba eran "de patinaje
artístico" para una bici "de juguete". El ampliado pelotón se
dirigió por caminos asfaltados y campos de minas hasta Moncada para llegar
hasta la carretera de Massamagrell a Náquera. En la rotonda del Camí de Llíria,
una chica aguardaba a pleno sol, eran las 17:30. Hasta ese momento la etapa
estaba siendo tranquila.
Pero a partir de entonces, el camino comenzó a endurecerse.
Sin presentar batalla, Víctor y yo distanciamos a Javi y Johan, que dialogaban
tranquilamente. Conforme nos acercábamos a las urbanizaciones de Alfinach y Los
Monasterios, dos complejos residenciales de alto ‘standing’, el calor apretaba,
la carretera se empinaba y las palabras se quedaban en el cerebro porque en la
garganta se agotaba la saliva. Una dura y prolongada rampa nos puso
definitivamente a prueba, justo antes de un alabado descenso que nos dejó en la
entrada de Alfinach.
Atravesar las dos urbanizaciones suponía 1,5 kilómetros de
rampa constante que acababa agarrándose a las piernas. Víctor y yo subimos con
un ritmo regular y poco después llegaron Johan y Javi. Faltaban otros 2,5 kilómetros hasta
las antenas, el vértice geodésico y la cruz. Cambiamos el alquitrán por la
tierra y, para empezar, se nos presentó una rampa tremenda; fui el primero en
quedar fuera de combate. Calor, pista ancha pero con piedras y surcos,
pendiente exagerada. Cuando me rehice, Víctor ya estaba destacado en cabeza, algo
lógico por sus cubiertas nuevas. Con todo, el camino estaba mejor de lo
esperado, pues amplios tramos de hormigón acanalado permitía un mayor agarre,
tal era la pendiente.
Con el xoto fuera de nuestro alcance, los otros tres
hacíamos relevos: os adelanto, me paro, me adelantas tú, te paras, nos adelanta
él, se para, y vuelta a empezar. No éramos capaces de aguantar más de 100 metros del tirón. Ya
en el último tramo, me sentí con fuerzas para hacer una parada más corta y
superar a Johan, que me acababa de pasar, ya que Javi y su no tercer plato
estaban en verdaderas dificultades. Víctor aguardaba sentado en las antenas: el
camino acababa allí. No tardaron en llegar primero Johan y luego Javi. Sin
aire, sin fuerzas, sin mirada. Sin palabras.
"Estamos locos"; "Nos pasamos";
"Nos matamos subiendo rampas bestiales y así no logramos hacer piernas,
deberíamos hacer pendientes más suaves y largas"... Fueron las primeras
reacciones tras la brutalidad perpetrada. Dicho esto, había que averiguar dónde
podíamos tomar algo frío. En nuestra ruta no cruzábamos ninguna localidad hasta
Bétera, pero Johan aportó la solución: casualmente sus padres tenían una casa
en Alfinach, así que podía conseguir que nos permitieran el acceso al club
social. Adelante, pues. Pero antes, Víctor y yo convocamos a los presentes a
acercarnos hasta el VG y la cruz; no fue posible persuadir a ninguno, así que
de las vistas del mar, l'Horta Nord y el Camp de Morvedre sólo disfrutó la
mitad del grupo.
De la bajada sólo diré que antes de echar a rodar detrás de
Javi, Víctor se había asociado con Johan para un descenso a tumba abierta y
estaban ya fuera de mi vista. Cuando llegué al club social Johan ya había hecho
las gestiones para que nos dejaran pasar y nos estaban esperando impacientes.
Ya sentados a la sombra, Johan nos habló de sus experiencias sobre la bici:
"La última vez que me caí fue de las que tuvieron que venir a recogerme
con el coche. Pero en cuanto pude pillar de nuevo la bici, y para no coger
miedo, volví a bajar por el mismo sitio". Buena filosofía.
Se estaba muy bien allí, como cuatro potentados, en un
recinto de 25000 metros
cuadrados , con campo de fútbol 7, tres pistas de tenis,
dos frontones, dos pistas de pádel, una pista multideporte, piscinas y un largo
etcétera, pero en la puerta no nos esperaban los Ferrari sino las Orbea,
Muddyfox, Btwin y demás. Enfilamos el descenso con ganas, alguno con exceso de
ímpetu: abandonadas las urbanizaciones y bajando por un camino con tierra
apisonada y piedras sueltas, Víctor perdió el control de la bici, se fue hacia
la cuneta, afortunadamente con peralte y matorral, y ninguno entendimos cómo
fue posible que no saliera despedido y en cambio lograra detenerse y mantenerse
en pie. Fueron varios segundos esperando lo inevitable: que rodara, y con él la
bici, pero lo evitó. Eso sí, después del meneo la máquina sufrió algunos
desajustes. Era lo menos que podía pasar.
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