miércoles, 23 de octubre de 2013

Picayo



"Nos pasamos". Esa célebre frase repetida en decenas de almuerzos de biblioteca que se prolongaban más allá de lo responsable sirvió para definir lo que acabábamos de hacer en la subida al Monte Picayo. Unas rampas durísimas, un calor infernal, unas bicis poco preparadas y unas piernas y unos cuerpos menos preparados aún. Y un invitado a la etapa al que exprimimos: Johan.

No debió de llevarse el amigo de Javi un buen recuerdo de la Peña Ciclotocapelotista, aunque con ese nombre no podía esperar otra cosa. Residente en Rafelbunyol y acostumbrado a etapas de 'biker' en solitario ("se va a la montaña, sube y baja a saco, con ostias al canto, claro", según Javi), no fue advertido de que el trazado discurría a tan sólo 2 kilómetros de su casa, lo que le podría haber ahorrado 40 de coche y otros tantos en bicicleta. Además, al día siguiente se iba a Madrid por motivos laborales y, según se supo, se acordó bastante de nosotros en la meseta.

Elegí el Picayo para esta etapa vespertina porque entendía que el calor sería menor a las siete de la tarde que a las once de la mañana, pero salió un día "jodidamente caluroso". El sobrecogedor vídeo que adjunté al libro de ruta llevó a Víctor a presentarse con cubiertas nuevas ya que, según su homónimo del taller, las que llevaba eran "de patinaje artístico" para una bici "de juguete". El ampliado pelotón se dirigió por caminos asfaltados y campos de minas hasta Moncada para llegar hasta la carretera de Massamagrell a Náquera. En la rotonda del Camí de Llíria, una chica aguardaba a pleno sol, eran las 17:30. Hasta ese momento la etapa estaba siendo tranquila.

Pero a partir de entonces, el camino comenzó a endurecerse. Sin presentar batalla, Víctor y yo distanciamos a Javi y Johan, que dialogaban tranquilamente. Conforme nos acercábamos a las urbanizaciones de Alfinach y Los Monasterios, dos complejos residenciales de alto ‘standing’, el calor apretaba, la carretera se empinaba y las palabras se quedaban en el cerebro porque en la garganta se agotaba la saliva. Una dura y prolongada rampa nos puso definitivamente a prueba, justo antes de un alabado descenso que nos dejó en la entrada de Alfinach.

Atravesar las dos urbanizaciones suponía 1,5 kilómetros de rampa constante que acababa agarrándose a las piernas. Víctor y yo subimos con un ritmo regular y poco después llegaron Johan y Javi. Faltaban otros 2,5 kilómetros hasta las antenas, el vértice geodésico y la cruz. Cambiamos el alquitrán por la tierra y, para empezar, se nos presentó una rampa tremenda; fui el primero en quedar fuera de combate. Calor, pista ancha pero con piedras y surcos, pendiente exagerada. Cuando me rehice, Víctor ya estaba destacado en cabeza, algo lógico por sus cubiertas nuevas. Con todo, el camino estaba mejor de lo esperado, pues amplios tramos de hormigón acanalado permitía un mayor agarre, tal era la pendiente.

Con el xoto fuera de nuestro alcance, los otros tres hacíamos relevos: os adelanto, me paro, me adelantas tú, te paras, nos adelanta él, se para, y vuelta a empezar. No éramos capaces de aguantar más de 100 metros del tirón. Ya en el último tramo, me sentí con fuerzas para hacer una parada más corta y superar a Johan, que me acababa de pasar, ya que Javi y su no tercer plato estaban en verdaderas dificultades. Víctor aguardaba sentado en las antenas: el camino acababa allí. No tardaron en llegar primero Johan y luego Javi. Sin aire, sin fuerzas, sin mirada. Sin palabras.

"Estamos locos"; "Nos pasamos"; "Nos matamos subiendo rampas bestiales y así no logramos hacer piernas, deberíamos hacer pendientes más suaves y largas"... Fueron las primeras reacciones tras la brutalidad perpetrada. Dicho esto, había que averiguar dónde podíamos tomar algo frío. En nuestra ruta no cruzábamos ninguna localidad hasta Bétera, pero Johan aportó la solución: casualmente sus padres tenían una casa en Alfinach, así que podía conseguir que nos permitieran el acceso al club social. Adelante, pues. Pero antes, Víctor y yo convocamos a los presentes a acercarnos hasta el VG y la cruz; no fue posible persuadir a ninguno, así que de las vistas del mar, l'Horta Nord y el Camp de Morvedre sólo disfrutó la mitad del grupo.

De la bajada sólo diré que antes de echar a rodar detrás de Javi, Víctor se había asociado con Johan para un descenso a tumba abierta y estaban ya fuera de mi vista. Cuando llegué al club social Johan ya había hecho las gestiones para que nos dejaran pasar y nos estaban esperando impacientes. Ya sentados a la sombra, Johan nos habló de sus experiencias sobre la bici: "La última vez que me caí fue de las que tuvieron que venir a recogerme con el coche. Pero en cuanto pude pillar de nuevo la bici, y para no coger miedo, volví a bajar por el mismo sitio". Buena filosofía.

Se estaba muy bien allí, como cuatro potentados, en un recinto de 25000 metros cuadrados, con campo de fútbol 7, tres pistas de tenis, dos frontones, dos pistas de pádel, una pista multideporte, piscinas y un largo etcétera, pero en la puerta no nos esperaban los Ferrari sino las Orbea, Muddyfox, Btwin y demás. Enfilamos el descenso con ganas, alguno con exceso de ímpetu: abandonadas las urbanizaciones y bajando por un camino con tierra apisonada y piedras sueltas, Víctor perdió el control de la bici, se fue hacia la cuneta, afortunadamente con peralte y matorral, y ninguno entendimos cómo fue posible que no saliera despedido y en cambio lograra detenerse y mantenerse en pie. Fueron varios segundos esperando lo inevitable: que rodara, y con él la bici, pero lo evitó. Eso sí, después del meneo la máquina sufrió algunos desajustes. Era lo menos que podía pasar.

Nos quedaba un largo camino como para ir comentando la jugada, así que incrementé el ritmo. Volvimos a pasar por la rotonda del Camí de Llíria; tres horas después, la chica seguía allí. Dos por sí mismo no te dice nada, pero si te dan otro dos y lo sumas te sale cuatro. Pues eso. El Camí nos tenía que llevar hasta Bétera, y algunos ya empezaban a acusar el esfuerzo: Víctor fue el primero que perdió comba y quedó rezagado, si bien en el camino hacia Mas Camarena se resarció y se permitió poner plato grande para descolgar a Javi y luego a Johan. En la urbanización no encontramos deportistas haciendo footing que reclamaran nuestra atención. Y en la llegada a La Canyada, Víctor volvió a demostrar que su maillot sólo debería llevar de color rojo los lunares. Otro tema es que tras la etapa, literalmente, le temblaran las piernas, por el esfuerzo… y por el susto.

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